Historias del coronavirus I

« El punzón se clavó profundo en su pecho. Con la mano lo apretó hasta que no quedó nada que la vista pudiese identificar como ajeno. Sólo un río de sangre, espesa y densa, emanaba sin cesar de la herida que acababa de hacerse a sí mismo.

Se quedó paralizado durante unos segundos. Sus ojos perdidos en el vacío intentaban
comprender el inconsciente acto que acababa de realizar. Llevaba tantas horas solo, tanto tiempo aislado en sí mismo que no discernía entre realidad o ficción.

Aún llevaba el pijama puesto que, poco a poco, se teñía de color carmín en un acto casi poético.

Su respiración entrecortada le obligaba a inflar y desinflar el pecho, de modo que a cada aliento el punzón se hundía más y más en sus entrañas.

De repente, como si despertara de un largo sueño, tomó consciencia de lo que había pasado. Miró a su alrededor y descubrió, con espanto, que la realidad no era sueño. El corazón comenzó a golpear fuerte sobre la herida que no cesaba de sangrar.

No podía salir de casa, no al menos sin que le pusiesen una multa o acabase en un hospital contagiado y muerto.

Tampoco podía llamar a ningún vecino, nadie le abriría la puerta a un hombre desangrándose y que podía portar el virus.

La cabeza empezó a dolerle casi tanto como el pecho. Era una olla a presión que silvaba incensante avisando de que pronto estallaría.

Intentó levantarse, pero uno de sus brazos estaba anulado a causa de la herida y las piernas le fallaban. Cayó al suelo, sobre un charco de sangre de cosecha propia.

Los gatos le observaban desde el sofá del salón. Impasibles, acechando una muerte que parecía segura.

Él comenzó a arrastrarse por el suelo de la cocina, entre gemidos y quejidos, empujando su inmenso cuerpo que se deslizaba cuan mantequilla a fuego lento.

La sangre sirve de cinta transportadora, pensó

Su recuerdo se desplazó a aquel supermercado donde había pasado tantas horas de su vida, aquella cinta donde los alimentos se deslizaban sin cesar, al cansino “Buenos días, ¿quiere una bolsa?”. Comenzó a ver rostros que no le miraban nunca a la cara, gente amargada, estresada, zombis a los que atendía cada día.

Cúando llegó al salón, los gatos ya estaban en el suelo. Rodearon su cuerpo. Uno de ellos, el más pequeño, de un salto se subió sobre él y comenzó a recorrer su enorme masa. De arriba a abajo, el gato parecía entretenerse explorando su cuerpo. Tras un largo paseo por su fisionomía decidió tumbarse a reposar, sobre la herida. Ya estaba cubierto de sangre y el espíritu de limpieza hizo el resto. Se instaló allí y comenzó a acicalarse.

El otro, observando desde lejos, ronroneaba sin cesar.

Él no sabía que hacer, su mente seguía perdiendo aire y la presión se hacía insoportable. Para colmo no tenía fuerzas de apartar a aquel gato que había decidido colonizar su herida que, por suerte, cada vez sangraba menos. La presión del peso del animal había hecho que su cuerpo sirviese de tapón a una fuente de sangre y vida.

Respiró, entrecortada y tímidamente, intentando averiguar por cuanto tiempo la vida le dejaría en el lado de los vivos. Volvió a respirar. Una y otra vez y se quedó dormido.”

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